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Un año más sabia. Un año lleno de experiencias enriquecedoras que me han hecho crecer como persona y apreciar la vida de un modo distinto al que había aprendido. Desde hace ocho años, una vez al año me dedico unas palabras. El 1 de febrero es para mí el día para hacerlo.  Es mi año nuevo. Este año he abierto las alas y he dejado a un lado todo lo que me las cortaba. La creatividad es sin duda la palabra con la que me quedo y con la que quiero empezar mi 35 cumpleaños. Y ahora, como en los últimos ocho años no puedo dejar de pensar lo importante que es para mí este día. El día en que una persona abre sus ojos por primera vez. Y siempre llegas a mi mente, tú, la madre de mis hijos. La mujer con la que comparto tanto a pesar de no conocernos. A la que Vika y Simón vieron al abrir sus ojos por primera vez. Imagino su calor y olor en ese momento con ellos. Y no puedo ni quiero evitar tenerte en mi carta. Es por ellos, por tí y por mí que la escribo. Pero este año he cambiado lo que tenía pensado escribirnos. Y ha sido gracias a estos días en París. Ha sido mi regalo de cumpleaños. Un viaje que he disfrutado hasta en los momentos más críticos. Porque después de lo vivido y aprendido allí, no podía ser de otra manera. He viajado a París para vivirla desde dentro. Y eso conlleva ver la cara no tan amable a la que estamos acostumbrados.

Paseando por las calles, con frío y lluvia que no llegas a ver ni sentir caer pero que está ahí, calándote, he visto familias enteras de padres e hijos debajo de los puentes, literalmente. En mitad de una calle, he visto gente muy mayor con cartones, que iban a utilizar de cama. He chocado con un niño de la edad de mi hijo porque iba deprisa con un colchón amarillo de gomaespuma encima y no me vio para ir a dormir con sus padres. Eso sucedió en mitad de una calle llena de gente que había pagado más de 200€ para ver un espectáculo en Moulin Rouge. Y que pasan por encima de ellos como si no existieran.

Y lo que más me impactó fue ver unas mantas gordas y oscuras tapando y dando calor a una familia de cuatro miembros.  Se me quedó en mi mente esa imagen.  Se tapaban a la vez que se daban cariño, mucho cariño. La madre tenía al hijo mayor abrazado y con la cabecita contra su pecho, y el padre, mientras escuchaba a su mujer hablar, le hacía cosquillas al más pequeño. Era como ver una estampa feliz y familiar en un salón cualquiera, de una casa acogedora. La diferencia era que su salón era una calle del barrio Latino donde la luz acogedora venía de las farolas y de la iluminación de los restaurantes que tenían alrededor. El único calor que tenían era el de sus cuerpos. Entones pensé en esos padres, en si les quitaran a sus hijos, qué pasaría con ellos. Realmente sería un crimen hacerlo.

Hasta hace ocho años, realmente este viaje no hubiera podido vivirlo así. Porque he nacido en una familia donde no me ha faltado de nada. Y eso me ha ahorrado ciertas experiencias de la vida. La experiencia que ha sido un hito en mi vida ha sido ser madre adoptiva. Mis hijos, nuestros hijos son los que me han enseñado. Ellos son mis maestros. Porque hacen día a día que viva la vida así.

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